domingo, 6 de diciembre de 2009

EL AMANECER DE LAS ROSAS EN LOS JARDINES DE LA “MANQUITA”

Hace años caminaba yo por los jardines de la Catedral de Málaga, en la parte que da a la calle del Cister, calle denominada así por el convento de las monjas cistercienses que se encuentra en la misma, camino de mi trabajo hacia el antiguo edificio de Correos, en el Parque, cuando un joven enlutado me abordó con una pregunta que siempre la recuerdo, por lo impronta y sorprendente que me pareció: “Señor, (me dijo), sería usted tan amable de decirle a esa rosa que sonría, por favor”. Se refería a los rosales que existen en los jardines de la puerta lateral de la Catedral en esa calle, siempre florida, imponiéndose entre todas, unas rosas que nadie se atrevía a cortar. El joven llevaba una negra barba muy poblada, que para aquéllos años, finales del franquismo, solo eran los llamados “progres” quienes las llevaban. Vestía un traje negro con una capa española, y tocado con la típica chapela. Al principio creí que algo no le funcionaba debajo de esa gran boina, pero al entregarme una cuartilla emborronada sin pedirme nada a cambio, mi sentimiento más humano se estremeció cuando me abrió lo más íntimo de su corazón; el secreto escondido en su mente juvenil y virgen con exquisito recogimiento, al leer: “Quién me diese alas como de paloma para volar al seno de la que ama mi alma”. Desde ese día, cada mañana, me esperaba apoyado en las pequeñas columnas de mármol junto al jardín para, tras el saludo, leerme uno de sus poemas, que yo egoístamente le pedía que me los firmase: “Hoy aquélla rosa está disgustada porque no la he acariciado”, me decía de vez en cuando.

Aquél poeta con chapela y capa española enlazaba la prosa de vivir con la poesía de sus ensueños de orate bueno en una perfecta armonía; la suya, la de los que poseen un mundo particular. Él tenía todo lo que un poeta debe tener: una gran multitud de colores resplandecientes en el alma. La “Manquita”, la catedral malacitana, llamada así por los malagueños porque solo tiene una torre, y su jardín de la calle del Cister, ya no saludan sus rosas a aquél joven que decía que la tristeza es un muro entre dos jardines. Yo creo que era el de su inmaculada mente y el las rosas que nos sonreían cada mañana.

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